sábado, 24 de mayo de 2014

La toxicidad del examen MIR

el país

La toxicidad del examen MIR

Esta evaluación externa condiciona lo que enseñan las facultades

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El MIR ha conseguido asegurar una mínima calidad de la asistencia sanitaria en cualquier punto de España, un logro difícil de igualar, quizá la característica más destacable del Sistema Nacional de Salud, junto con la accesibilidad. El modelo en sí mismo, aunque mejorable, es correcto: los médicos obtienen la pericia en el oficio como lo hacían los aprendices en la edad media junto al maestro y los oficiales. Es tal la impronta de esos años que no es raro escuchar a un médico ya en los años finales de su carrera decir: a mí esto me lo enseñaron a hacer así. La diferencia fundamental con aquellos aprendices medievales es que estos llegan con un bagaje de conocimiento notable tras seis años de estudios. Hacer el MIR es la puerta de entrada a la vida profesional en el sistema público asistencial. Hay otras opciones para los médicos, desde trabajar en la administración hasta enrolarse en una ONG, pero el que elige la carrera porque quiere atender a enfermos es difícil que lo consiga si no hace el MIR.
Hasta bien avanzada la década de 1970 el programa no tenía el atractivo que hoy tiene ni tampoco era exigible la formación MIR para adquirir la especialidad, ni siquiera esta era imprescindible para ejercerla. Entonces se ofertaban unas pocas plazas y solo unos pocos optaban a ellas. En muchos hospitales era la propia Comisión de Residentes quien mediante examen del expediente y una entrevista decidía entre los candidatos. En 1978 se oficializa el programa MIR y se decide que para seleccionar los candidatos se haría un examen centralizado. Una idea en principio muy buena porque daba un peso importante a los conocimientos que demostraba el aspirante a la hora de elegir especialidad y destino. Con buen criterio, se optó por una prueba objetiva de resultados no manipulables, sencilla de gestionar e inmune a las influencias, al contrario que el método de las entrevistas que se venía empleando en muchos países avanzados. En el nuestro, el riesgo de la subjetividad del amiguismo era muy alto y se decidió preservar por encima de todo el principio de equidad vertical: prioridad en la elección a los que más méritos objetivos demuestren.
En la década de 1970 todavía no se había establecido la competencia entre universidades por alumnos ni éstas tenían sentido de responsabilidad sobre el futuro de sus licenciados. Hacían lo que creían que tenían que hacer sin preocuparse de los resultados en empleo o mejora de la sociedad. A los profesores, en general, que sus licenciados aprobaran o no el MIR les traía sin cuidado porque su objetivo era enseñar su asignatura tal como ellos la concebían. Ese examen externo ni les cualificaba ni les importaba.
Pero las cosas cambiaron. Las universidades hoy día compiten por alumnos y son evaluadas por resultados. En medicina el más determinante es el puesto que obtienen sus licenciados en el examen MIR. Porque si el destino preferente de los estudiantes es hacer el MIR, entre otras cosas porque les asegura el empleo al menos unos años, a las universidades no les queda otro remedio que orientar su docencia hacia ese objetivo, no hacerlo podría ser una irresponsabilidad. De manera que como expresa Ciril Rozman, uno de los padres del programa de 1978, en su blog donde recuerda cómo decidieron que fuera un examen centralizado frente a la práctica en EE UU que es por entrevista: “[el examen] al ser de tipo exclusivamente cognitivo, ha lastrado de forma negativa los estudios pregraduados. Se ha dado la paradoja de que el mayor progreso conseguido en España en el terreno de la Educación Médica, ha tenido como un efecto secundario adverso, un empeoramiento de la fase pregraduada”
No hay duda, el examen MIR se ha convertido en una evaluación externa de las facultades de medicina que condiciona lo que enseñan y su forma de enseñar. No sería un problema, al contrario, si esos condicionantes estuvieran alineados con la mejor forma de enseñar medicina. Pero no es así. Una buena enseñanza médica debe intentar conseguir que los alumnos adquieran unas competencias básicas y a partir de ahí facilitar que cada uno desarrolle sus talentos; debe, cuanto antes, incluso ya el primer año, poner en valor la teoría mediante la inmersión en la práctica; debe estimular el hábito de la interrogación y de mejora continua y debe formar profesionales: personas competentes, abiertas, honradas, respetuosas con las opiniones de sus compañeros y sobre todo de sus pacientes y comprometidos con el uso adecuado de los recursos que la sociedad o el paciente pone en sus manos.
Nada de esto se puede evaluar con el examen MIR. Y si es el examen MIR el que evalúa la enseñanza, difícil es que las facultades apuesten por un modelo que realmente forme los médicos que necesitamos, incluso a pesar de las buenas intenciones de las reformas a lo Boloniade los planes de estudio. Afortunadamente, en esos años de aprendizaje hospitalario los MIR olvidan la intoxicación de datos y números para aprender a ver y tratar pacientes y asegurar a los ciudadanos que serán bien atendidos.
Urge un debate sobre la forma de acceso al programa MIR. No hay una opción perfecta. Ya se han comentado los riesgos de la entrevista El expediente académico como único elemento de baremación no es fiable porque las universidades lo podrían inflar para atraer estudiantes. Se podría valorar el diseño de una prueba análoga a la de la PAU, que con sus defectos, parece que funciona. Lo que no cabe duda es que el examen MIR actual es una forma tóxica de resolver el problema.
Martín Caicoya es doctor en Medicina, médico internista y epidemiólogo. Beatriz González López-Valcárcel es catedrática de Economía Universidad de Las Palmas de Gran Canaria.


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